Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan. Mateo 7:13, 14.Al considerar cuan angosto es el camino y cuan pocos se salvarán, recordé el sueno que tuvo la sierva del Señor:
"...Soñé que me hallaba con gran número de gentes, dispuestas en su mayor parte a emprender un viaje. Ibamos en unos carros pesadamente cargados, y el camino se extendía en subida, con un precipicio a un lado y al otro una pared alta, lisa y llana.
A medida que marchábamos, el camino se hacía más estrecho y escarpado. En algunos trechos era tan angosto que nos pareció imposible seguir con los pesados carros, así que desenganchamos los caballos para montar en ellos con parte de la carga y proseguir el viaje; pero cada vez era más estrecho el camino y nos vimos obligados a arrimarnos contra la pared para no caer en el precipicio que se abría al otro lado del camino. Al hacer esto, el equipaje que los caballos llevaban tocaba la pared, y nos hacía desviar hacia el precipicio. Temíamos caer en él y quedar destrozados contra las rocas. Entonces libramos a los caballos del bagaje, que cayó al precipicio, y continuamos marchando a caballo, con grandísimo temor de que al llegar a uno de los trechos más angostos del camino perdiéramos el equilibrio y cayéramos; pero en estos casos, parecía como si una mano invisible tomara las riendas y nos guiara por el peligroso camino.
Sin embargo, llegó a ser tal la estrechez, que comprendimos la imposibilidad de ir seguros a caballo, por lo que nos apeamos y seguimos la marcha a pie, en fila, hollando cada cual los pasos del delantero. En este punto, desde el borde superior de la blanca pared nos echaron unas cuerdas a las que nos asimos anhelosamente, y nos ayudaron a mantenernos en equilibrio en el sendero. Según marchábamos, las cuerdas se movían al compás de nuestros pasos. Finalmente se volvió tan sumamente estrecho el camino que para andar con mayor seguridad nos descalzamos y continuamos la marcha sin zapatos. Luego comprendimos que mejor todavía caminaríamos sin calcetines, y nos los quitamos para seguir andando a pie completamente descalzos.
Entonces nos acordamos de quienes no estaban acostumbrados a privaciones y penalidades. ¿En dónde se hallaban? No los veíamos en nuestra compañía. A cada mudanza del camino, se rezagaban algunos y sólo quedaban los que se habían habituado a soportar las penalidades. Las privaciones del camino no tenían otro efecto sino estimularlos a mayor esfuerzo para llegar al fin.
Crecía nuestro peligro de caer en el precipicio, y nos arrimábamos con más presión a la pared blanca; pero no podíamos asentar plenamente los pies en el sendero porque era demasiado estrecho. Entonces, suspendiéndonos casi por entero de las cuerdas, exclamábamos: “¡Nos sostienen desde arriba! ¡Nos sostienen desde arriba!” Y estas mismas palabras pronunciaban todos cuantos recorrían el angosto sendero.
Nos estremecíamos al oir la algazara y las orgías que venían de abajo del precipicio. Oíamos blasfemias, juramentos, burlas y chanzas ruines y canciones obscenas. Oíamos cantos de guerra y cantos de orgía. Oíamos el son de instrumentos músicos y ruidosas risas entremezcladas con maldiciones y gritos de angustia y amargos gemidos, por lo que se avivaba nuestro deseo de mantenernos en el angosto y áspero camino. Muchas veces nos veíamos en la precisión de suspendernos enteramente de las cuerdas, cuyo tamaño iba siendo mayor a medida que adelantábamos en la marcha.
Advertí que la hermosa pared blanca estaba salpicada de sangre, y causaba pena el verla así manchada. Sin embargo, este penoso sentimiento duró sólo un instante, pues al punto comprendí que eran necesarias las cruentas salpicaduras, a fin de que cuantos vayan por el angosto sendero sepan que otros les precedieron y que, por lo tanto, también ellos pueden seguirlo, de modo que, si brota sangre de sus doloridos pies, no se desanimen ni desfallezcan, sino que, al ver las manchas de sangre en la pared, conozcan que otros sufrieron el mismo dolor.
Por fin llegamos a un anchuroso barranco en donde terminaba nuestro sendero. No había puente sobre que posar los pies ni vereda para guiarlos. Hubimos de poner entonces toda nuestra confianza en las cuerdas, cuyo tamaño era ya igual al de nuestros cuerpos. Durante algún tiempo permanecimos allí perplejos y angustiados, preguntándonos con temeroso susurro: “¿En dónde están prendidas estas cuerdas?” Mi esposo estaba precisamente delante de mí. Le chorreaba sudor de la frente, y tenía hinchadas a doble calibre del normal las venas del cuello y de las sienes, y prorrumpía en entrecortados y angustiosos sollozos. También chorreaba el sudor de mi rostro y sentía una angustia como nunca hasta entonces había sentido. Nos aguardaba una tremenda lucha y si allí sucumbíamos, todas las dificultdes sufridas en el camino eran en vano.
Ante nosotros, al otro lado del barranco, se extendía un amenísimo campo de verde hierba, de unas seis pulgadas de alto. Yo no podía ver el sol, pero brillantes y suaves rayos de luz, semejantes a fino polvillo de oro y plata, bañaban el campo. Nada había visto yo en la tierra comparable a la gloria y hermosura de este campo. Pero ¿nos sería posible llegar a él? Esto nos preguntábamos anhelosamente. Si se rompía la cuerda, pereceríamos. De nuevo, murmuramos con angustia: “¿Qué sostiene la cuerda?”
Por un momento titubeamos; pero luego dijimos: “Nuestra única esperanza está en confiar enteramente en la cuerda, que ha sido nuestro sostén durante las dificultades del camino. No habrá de fallarnos.” Sin embargo, todavía vacilábamas con desaliento; y entonces se oyeron estas palabras: “Dios sostiene la cuerda. No hay porqué temer.” Estas mismas palabras repitieron cuantos tras de nosotros venían, añadiendo: “Dios no ha de faltarnos, pues nos trajo hasta aquí en seguridad.”
Mi esposo saltó entonces por encima del abismal barranco, y puso los pies en el hermoso campo que al otro lado se extendía. Yo le seguí inmediatamente, y ¡oh, cuán profundo consuelo y gratitud hacia Dios sentimos! Oí voces que en triunfo alababan a Dios. Yo era feliz, completamente feliz.
...Este sueño no necesita comentario....
En todo tiempo, los elegidos del Señor han sido educados y disciplinados en la escuela de la prueba. Anduvieron en los angostos senderos de la tierra; fueron purificados en el horno de la aflicción. Por causa de Jesús sufrieron la oposición, el odio y la calumnia. Le siguieron a través de luchas dolorosas; soportaron el sacrificio de sí mismos y experimentaron amargos desengaños. Por su propia dolorosa experiencia conocieron los males del pecado, su poder, la responsabilidad que envuelve, su maldición; y le miran con horror. Al darse cuenta de la magnitud del sacrificio hecho para curarlo, se sienten humillados ante sí mismos, y sus corazones se llenan de una gratitud y alabanza que no pueden apreciar los que nunca han caído. Aman mucho porque se les ha perdonado mucho. Habiendo participado de los sufrimientos de Cristo, están en condición de participar de su gloria.
¡EL SEÑOR VIENE PRONTO, AMEN, SI, VEN SEÑOR JESÚS!
* Testimonios Selectos Tomo 1, “Por El Camino Angosto”, Elena G. de White
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